LA CABEZA DE LAGARTIJO

«Yo soy yo, Lagartijo era Lagartijo, y el Gran Capitán era el Gran Capitán”. Con estas palabras el escultor Mateo Inurria zanjaba la polémica cuando le preguntaron si la cabeza de su monumento al Gran Capitán era la del torero Lagartijo. 

La leyenda, por bella, merece ser cierta.

Tras la muerte de Lagartijo en el año 1900, desde el Ateneo de Madrid, un grupo de intelectuales  impulsó la idea de erigir en Córdoba una estatua que recordara en Córdoba al primer califa del toreo. El proyecto se puso en marcha, celebrándose varias corridas de toros en Alicante y encargándole la obra al escultor tarraconense Julio Antonio. La iniciativa pronto tuvo su eco en la prensa nacional. Nos cuenta Manuel Harazem en su libro La cuestión de las estatuas, que el tema fue objeto de burla por la mayoría de los medios, que no aceptaban que la primera estatua moderna de la Córdoba de Séneca y Maimónides se levantara para recordar a un torero. Refiere el autor que la puntilla se la dio la alta sociedad cordobesa, que desdeñosa como siempre, no aceptó que un torero invadiera un lugar reservado exclusivamente a las antiguas clases altas.

Mateo Inurria y  Lagartijo fueron amigos. Su relación estuvo fundada en el interés cultural y la conciencia social de ambos. Decir que los dos eran de izquierdas es retrotraer un siglo la realidad actual. Del primero no cabe duda su compromiso político. De Rafael tenemos que recordar su comportamiento. Las famosas “cercas de Lagartijo”, en las que el torero ocupaba a los sin trabajo de Córdoba, es una buena muestra de su forma de ser y pensar. Junto a la amistad de ambos personajes existió por parte de Inurria un interés artístico en la figura de su amigo, inspirado en la personalidad del torero y en la valoración plástica de sus rasgos, como escribe Ramón Montes Ruiz  en su libro sobre el escultor cordobés editado por el Ayuntamiento de Córdoba junto con otras instituciones (2012).

Fue la muerte de Lagartijo la que abrió el interés artístico del escultor cordobés.  Inurria le hizo un vaciado de escayola al rostro y mano del torero su lecho de muerte. Montes Ruiz fecha en 1903 los dos bustos que el escultor le realizó. El primero se puede en el Mueso Taurino de Córdoba y el Segundo en el Museo de Bellas Artes de la Ciudad. Un encargo de la familia del torero muerto pudo ser el origen de estas dos obras. Sin embargo este tercer proyecto no llegó a buen puerto, y un desacuerdo sobre el precio hizo que Inurria destrozara la efigie encargada a golpe de martillo afirmando “haré otro busto para mí, a gusto mío. Tal como yo empiezo a sentir la escultura”. Ese paso del realismo al idealismo no puede perderse de vista en la historia que queda por contar.

Mateo Inurria realizó tres trabajos sobre el Gran Capitán antes de la estatua ecuestre que hoy preside nuestra plaza de Las Tendillas. Un busto que hoy se conserva en el Alcázar de los Reyes Cristianos (1884) y dos proyectos encargados por el ayuntamiento cordobés y que no llegaron a realizarse (1897 y 1909). En todas estas iniciativas se puede ver que el Gran Capitán es representado tal como era imaginado por el ideario colectivo: un joven hombre renacentista de pelo largo y boina calada.

 

¿Qué pasó por la cabeza del escultor para que la cabeza del militar cordobés cambiara tan drásticamente en su último y definitivo trabajo? El citado Ramón Montes, que niega que sea la cabeza de Lagartijo, refiere sobre el rostro de la estatua de Las Tendillas que,  realizado “de forma concisa y sin introducir detalles que contribuyan a personalizarlo, consigue conformar un semblante ideal y aséptico de la belleza masculina”. El adorno de la corona de laurel lo “eleva al pedestal de la gloria”. 

Puede ser, y creo sinceramente que de nada de esta polémica estuvo ausente Inurria mientras que imaginaba y realizaba la estatua encargada. Algunas consideraciones:

Si Inurria hubiera reflejado fielmente el rostro de Lagartijo en la cabeza del Gran Capitán, muy probablemente hubiera provocado un escándalo que impediría por tercera vez la finalización de su proyecto, poniendo también en peligro el cobro de sus emolumentos.

Es cierto que los rasgos de los bustos de Lagartijo están mucho más marcados que los de la estatua ecuestre, pero también estoy convencido que, sabiendo que el Gran Capitán iba a ser una estatua que se contemplaría en la distancia, el autor fue consciente de que estas diferencias se atenuarían a la vista del viandante. Quien observa desde el suelo al Gran Capitán de las Tendillas solo aprecia  los rasgos más destacados: una nariz angulosa (casi aguileña), una despejada frente, pelo corto, ojos algo hundidos y una boca inexpresiva que hace destacar la barbilla; rasgos todos comunes al rostro de Lagartijo que se conoce por las fotografías de la época y que modeló Inurria. Las coincidencias no son casuales y no debieron serlo en la mente del autor.

Para finalizar. El encargo se produjo en 1915, cuando Mateo Inurria ya había huido de Córdoba a Madrid, quizá hastiado del ambiente provinciano y reaccionario de la ciudad. Además, por problemas de financiación, la obra tardó en concluirse ocho años, existiendo críticas al autor por su falta de compromiso con la ciudad. Todo ello tuvo que calar en el alma del escultor. Era la oportunidad perfecta de vengarse y de vengar a Córdoba, ensalzando la memoria de un su amigo Rafael, héroe popular, que había sido deshonrado tras su muerte, al negarle la ciudad su merecido reconocimiento en forma de estatua. El realismo había quedado atrás en su obra y pudo utilizar su nueva estética al servicio de su ética.

Quizá Inurria no quiso esculpir en la cabeza del Gran Capitán la imagen de Lagartijo.  Pero también puede ser que quisiera provocar en el espectador este  eterno debate, para así hacer a su Gran Capitán doblemente universal. Seguro que allá donde esté, una leve sonrisa se abre en su boca al saber que un siglo después, seguimos discutiendo sobre la intención de su trabajo.

Con la expresión entrecomillada al inicio de este artículo Mateo Inurria  no afirmó que la cabeza de la estatua del Gran Capitán fuera la de Lagartijo. Pero tampoco lo negaba. ¡Y ahí seguimos!

Texto: Antonio Rodríguez Castilla.

 

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